La sirvienta complaciente

A Valentina le impresionaba su éxito con los hombres. Genaro Ortiz la había observado durante años, y a medida que maduraba, crecían las ganas que le tenía. Siempre pensaba en ella. Unas veces la soñaba como esclava, y otras como ama; con distintos atuendos, y sin ellos; bañada en pétalos de rosas, y sucia como un bedel. Pero la realidad había superado todas sus ensoñaciones. Era una belleza. Tenía la piel blanca hasta la transparencia, sus rasgos eran refinados, y la delicadeza su marca. Los piecitos hermosos, las piernas estilizadas, un rabito chiquitito y parado que le hacía juego, y unos pechitos de comérselos de un bocado. Se había desvestido por prendas, y con una lentitud inquietante. A primera vista, lo que más llamaba la atención era su pubis. Lo llevaba al natural, con cientos de vellos manando de entre sus piernas. Los labios y el clítoris ocultos entre la selva de pelos enmarañados, que sin orden se abrían paso hasta el ano. Andrea la atrajo hacia sí, y le acarició la mata de vellos. Nunca se había prestado a las caricias lésbicas, y todo resultaba excitante. Uno a uno, los dedos se hicieron paso hasta la zona prohibida, y eso le encantó. Como autómata balanceaba sus caderas de adelante hacia atrás, mientras pequeños gemidos de placer se mezclaban con gritos ahogados. Genaro observaba desde la cama. Tenía el miembro en máxima erección, con la cabeza grande e hinchada en sangre. Era un hombre con suerte, había sido circuncidado en el momento exacto. Cuando el pene toma la forma de hongo, y la punta brota por encima de la piel abarcándolo todo. A su mujer le fascinaba cuando la cabezota se abría paso entre sus pliegues, colmando las paredes del sexo. No esperó más y se unió al juego. Ambas estaban desnudas, y en plena acción. Andrea había acostado a la chica, y le lamía el sexo como una perrita. Por sobre los pelos daba lengüetazos largos, alisándolos con saliva. Genaro se sentó con el miembro cercano a su boca, y Valentina no dudó en que tenía que hacer. Lo había visto hasta en las películas de Katja Kassin que reverenciaba, y aunque las primeras lamidas fueron tímidas, de inmediato intercaló brochazos con grandes atragantadas. La punta asomaba a ratos, y de nuevo se escondía en su boca que gustosa la relamía. Genaro no creía lo afortunado que era. Su esposa era toda una mujer. Con las tetas grandes y maternas, de pezones crecidos y puntiagudos. Tenía una buena cuca que, al igual que Valentina, se dejaba peluda. Y le encantaba que su hombre la cogiera duro y sin consideraciones. Era una hembra de la época en que las cucas eran peludas y las tetas eran tetas, no trozos de plástico. Habían fantaseado en innumerables ocasiones con la posibilidad de hacer un trío, e inclusive le habían dado nombres, lugares y fechas a los encuentros. Pero no fue hasta que conocieron a Valentina que se atrevieron a pasar de los sueños a la realidad. Andrea había seguido las miradas que la sirvienta le daba a su hombre, y si bien es cierto que al principio sintió unos celos enormes, luego fantaseó con la posibilidad de invitarla a unírseles en un revolcón. Y así fue. Ahí estaban los tres gozando de lo lindo. Valentina, güevo en boca y con la cuca bien mamada, Andrea chupándose el clítoris como una ostra, y Genaro disfrutando de una buena lamida de bolas. Los gemidos se entremezclaban, y el sudor de los cuerpos llenaba el ambiente con el olor almizclero característico del sexo. Andrea fue la primera en variar la postura. Se unió a su nueva compañera en el trabajo con el miembro. Ambas se arrodillaron frente a Genaro, compartiendo el palo y las bolas de forma alternada. Mientras una lo chupaba, la otra se iba a los testículos; la esposa lo pajeaba y la amante le lengüeteaba la cabeza. Y así estaban, como dos puticas que se pelean por el único pene de la casa. Genaro, de pie, apreciaba cada segundo. Ya tenía el miembro listo para la acción, y por experiencia sabía que las gatitas también querían algo de pelea. Se separó de las bocas complacientes, y con manos expertas dio vuelta a Valentina hasta quedar de espaldas a su vientre. Tenía un bollito hermoso la chiquita. Silvestre, con los pelos tapando parte de la belleza, y a su vez otorgándole un aire de inocencia recientemente perdida. El palo se abrió camino a paso lento pero seguro. La mitad de la pelusa se hundió hacia adentro como una media, acompañando al miembro en las cavidades. Genaro sabía que la putica era joven, pero lo aguantó como una campeona. Se caló el palo hasta las bolas sin rechistar. Las piernitas le temblaban un poco, pero no dijo ni pío. Es más, apenas sintió que lo peor había pasado, comenzó a empujar hacia atrás en claro desafío. — ¿Quieres más güevo pedazo de zorra?—dijo Genaro con el orgullo herido. Cada vez que se lo hacía a su mujer, gemía de dolor y placer a medida que el palo le entraba en el huequito. Siempre apoyaba una mano en la pierna de su esposo, para ir midiendo la cantidad que estaba dispuesta a recibir por vez. Pero Valentina lo había soportado hasta la base, y aparte parecía gozárselo. Andrea se había mantenido distante, como una espectadora. Nunca imaginó lo mucho que disfrutaría viendo a su hombre devorarse un culo como ese. Ella, que era una señora para todos sus vecinos y amigos, estaba sintiendo que el papel de puta le venía de lo mejor. Tenía todas las piernas húmedas de flujo, y sudaba como un animal en celo. Le daba pena ser tan zorra. Quería que alguien la castigara por ello, que la hiciera sentir como un pedazo de mierda. Que le dijera lo que se merecía. Pero no podía parar ahí, de inmediato puso un dedo en su ano y lo bombeó suavemente hasta que entró sin dificultad. Luego, sumó otro, lo llenó de saliva y lo hundió de nuevo. Esta vez la resistencia fue mayor. Por último, repitió la operación con un tercer dedo, y al momento de hundirlos, el ojo del culo se abrió sin oposición. Había llegado la hora de cambiar los papeles, la dueña quería tomar lo suyo. Besó a su hombre en la boca de forma apasionada, y poco a poco fue sacando el miembro de la cuca de Valentina. Ella entendió que era el turno de la reina. Genaro se acostó boca arriba, con el palo como un asta. Andrea supo que era mucho, pero igual lo probó. Sin más apoyo que el de sus piernas, se ubicó encima del pene con el ano apuntado al centro, y mojándoselo por última vez con saliva se dejó caer. La cabeza entró con crueldad. Un grito se le escapó, y espasmos involuntarios comenzaron a recorrer su cuerpo. Primero temblaban las piernas. De forma incontrolable, los muslos se contraían a la par del ano, que con la cabeza atollada buscaba recuperarse. El orgasmo era severo. Andrea se vio en el espejo de la habitación, y el reflejo que le devolvió fue el de una mujer clavada, con una eyaculación de puta madre, y apariencia de diosa sexual. Valentina, con su instinto de mujer, la rescató. Se acercó a ella, la abrazó con ternura, y la besó en los labios. Era un beso suave y cariñoso, que caló hasta los huesos en el cuerpo de Andrea. Se abandonó a la caricia salvadora, y sintió como su cuerpo recuperaba el control. Poco a poco, Valentina la fue meciendo arriba y abajo. Y casi sin proponérselo vio como el güevo entraba y salía de su culo, a ritmo firme y acompasado. Genaro dejó que ella decidiera el punto de mayor comodidad. Las nalgas golpeaban contra la base del palo, engulléndolo en cada envión. Los gritos eran más fuertes, al igual que el choque de los glúteos. Valentina había cambiado la posición, y ahora masturbaba a Andrea con intensidad. Estaba alcanzando el clímax, la velocidad aumentaba, se podía palpar en el aire. Andrea arqueó su cuerpo, dejó escapar un gemido largo, y los espasmos que minutos antes habían cesado, regresaron más intensos que nunca. Genaro estaba impresionado, del chochito de su esposa salían chorros de flujo que se estrellaban contra la cama. Los temblores del ano le apretaban el palo con fuerza excepcional. Nunca había visto a Andrea acabar de semejante forma. La señora de Ortiz se desplomó sobre el colchón, y el pene grande y vivo abandonó el ano. Valentina sabía que ahora le tocaba a ella. Estaba muy excitada. Tenía la sensación de que ese día le había sido reservado durante mucho tiempo. Era inexperta en el sexo práctico, pero una profesional en el teórico. Era fanática de las películas pornográficas, y más de las de Katja Kassin. Quería ser penetrada como Katja, por detrás. Genaro había permanecido en la misma postura, a espera de Valentina. Esta ya se disponía a enfrentarse a la pinga, cuando Andrea, cortésmente la acostó de espaldas a su marido. Esa era la pose que debía mantener para que el güevo entrara sin dolor. Ella se dejó llevar dócilmente, y su esposo también. Como una directora de cine, escogió la forma y el momento en que debían desarrollarse los hechos. Valentina levantó el culito, para que el hueco quedara suficientemente expuesto. Y casi en susurro, le preguntó a Andrea si le gustaría ver como su esposo se comía ese huequito virgen y apretadito. La señora Ortiz no respondió, un leve asentimiento fue la única señal que recibió Genaro de su mujer antes de desflorar a Valentina. Centímetro a centímetro el güevo fue ocupando el recto, que temprano había sido vaciado con un enema. El hongo abrió la ruta como una excavadora. La piel se contrajo hacía atrás exponiendo el ojo del culo, rosado y carnal. Valentina se agarró con fuerza del colchón. Estaba soportando lo increíble, todos los músculos de su cuerpo se hallaban en tensión, sin restarle al acto un ápice de sexualidad. Disfrutó cada milímetro de pene que entró, hasta que la base del pubis chocó contra sus nalgas. Había pasado lo más difícil, ahora venía lo mejor. Poco a poco, sin apuros innecesarios, empezó a bombear los glúteos de atrás hacia adelante. Al principio sintió como si todo se estuviese desagarrando adentro, pero apenas se relajó, vio como los espasmos que Andrea experimentó minutos antes, la invadían a ella también. El bombeo aumentaba de parte y parte. Genaro empujaba cada vez con más fuerza, y ella correspondía de igual forma. El ritmo creció, los gritos aumentaron, ya nada podía detener lo inevitable. Genaro la había tomado por las caderas agitándola con violencia, diciéndole grosería, tratándola como puta. Valentina no podía resistir más, estaba demasiado excitada. Las piernas las tenía adormecidas, y el culo le ardía horrores. Pero nada ni nadie podía interrumpirlo. Andrea se masturbaba, y los aupaba, mientras pedía a gritos la leche de su hombre. —Son un par de putas, lo que quieren es leche, y leche les voy a dar— dijo. Ambas respondimos que si, que eso era lo que queríamos. Y así fue. Decirlo y cumplirse fue una sola cosa. Genaro acabó con violencia dentro de mi ano, mientras yo misma me corría. Sentí como la leche inundaba el recto, líquida y espesa. Los espasmos y enviones se espaciaron. Genaro extrajo el pene flácido y goteante, y se acostó en la cama exhausto. Andrea, que no perdía tiempo, me obligó colocarme en cuclillas. Y apenas puse el ojo del culo en vertical, el semen acumulado en mi cuerpo comenzó a manar por el culo sin interrupciones. Andrea se colocó debajo, como si de una máquina de helados se tratase, y gozó con cada chorro de leche que mojó su bello rostro. Todos habíamos acabado, y estábamos agotados. A mí me dolía el culo, pero estaba muy feliz. Andrea succionaba las últimas gotas del pene de su marido, y Genaro se estremecía con la última chupada del día. Nos pusimos de acuerdo para repetir la experiencia, pero agregando un compañero para que Andrea no tuviese que esperar turno por pene, sino que más bien sobrara…

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