MI VECINA, ¿PUTA?

Hace unos meses, Doña Clotilde, nuestra vecina de toda la vida, nos abandonó. Se trataba de una ancianita muy simpática y que siempre había estado cerca de mi familia y, por lo tanto, de mí. Fue como aquella abuela que, por desgracia, nunca pude tener. Siempre premiaba mis logros personales y académicos con valiosos gestos cariñosos y económicos. Sin embargo, en cuanto a relaciones amorosas, siempre se mostró de una manera extraña. Demasiado extraña. Aquella viejecita que, a priori, podría considerarse como una señora acorde con sus tradiciones arcaicas y lejanas a mi tiempo, se convirtió en mi apoyo, en mi confidente, en mi amiga. De hecho, cuando en el colegio o instituto se proponía un viaje demasiado largo en distancia o estancia, ella siempre intercedía ante mis padres para que pudiera hacer realidad mis deseos. Sin embargo, todo ello se acabó por obra y gracia de sus hijos.
Doña Clotilde, una mujer “de mundo”, fuerte e independiente, tuvo que marcharse del edificio en el que nació por imposición de sus tres hijos varones que, consideraban que era más apropiado que su madre estuviera en una residencia para poder alquilar el piso y obtener unos buenos ingresos a su costa. Se trata de una mujer vitalista y muy autosuficiente. Siempre se jactaba de decir que no necesitaba nada ni a nadie. La pena, la tristeza y las lágrimas recorrieron nuestras mejillas en nuestra sincera y bonita despedida. Aquello era injusto, pero sus hijos estimaban que su edad aconsejaba unos cuidados especiales y, por supuesto, ellos jamás se harían cargo de aquella mujer que les dio la vida y les pagó la carrera.
Por supuesto, el piso se alquiló rápidamente puesto que nuestro edificio se situaba en una zona céntrica de la ciudad. Además, el piso de Doña Clotilde era uno de los pisos más espaciosos y mejor acondicionados de las siete plantas. Era un hecho de que su alquiler reportaría grandes beneficios a la banda de buitres carroñeros que tenía por hijos.
Pasadas unas semanas de su partida, Doña Clotilde telefoneó a mi casa. Toda la familia rebosaba de felicidad al recibir las buenas noticias de las que ella nos informaba. La alegría que transmitía su voz nos embargó y nos tranquilizó.
Los días, las semanas y los meses pasaron con normalidad. Nuestros nuevos vecinos eran una familia convencional con comportamientos de corte tradicionalista. La relación no era tan fluida y natural como con Doña. Clotilde. No obstante, con el tiempo podría llegar a algo similar.
Dos meses después de su partida, la vida se desarrollaba como siempre en nuestro edificio, si bien añorando su presencia. Ese día regresaba de mis clases de la universidad bastante nostálgica con el tema de su ida. Por esta razón, no pude evitar quedarme un rato en el hall de mi edificio mirando fijamente su apartado de correos que, por la avaricia de aquellos bastardos, ya no contenía su correo, muy abundante por cierto.
Abstraída en mis recuerdos y apresada por aquella sensación de abandono, mis dedos rozaban la plaquita rubricada con su nombre: “Clotilde Gutiérrez” mientras rememoraba los cafés que compartíamos juntas en su hogar. De repente, una mano se posó en mi hombro y salté asustada, alejándome del extraño que me llamaba.
- ¿Señorita? Perdone que la haya asustado –se disculpó el intruso.
- ¡Uhm! No se preocupe. Estaba pensando en mis cosas – le dije restando importancia al incidente.
- ¿Sabría dónde puedo encontrar a Doña Clotilde? –me inquirió de inmediato con exaltación y destilando nerviosismo mientras se frotaba las manos sin cesar. Fue entonces cuando me fijé en el desconocido. Era un hombre de mediana edad, fornido y desprovisto de una cabellera como era inherente a las personas de su edad. No obstante, si no hubiese mostrado esa cara desencajada y ese deseo a través de sus ojos, me hubiese parecido un hombre atractivo en lugar de un hombre depravado y demente.
De pronto, me asusté. Sus ojos reclamaban una respuesta a su pregunta y la querían ya. Deseaba salir de allí, en ese mismo momento. No sabía de qué conocería a mi estimada vecina, pero tampoco me interesaba saberlo.
- Ya no vive aquí. Lo siento –contesté atropelladamente mientras me dirigía rápidamente al ascensor y pulsaba la tecla de mi planta.
El desconocido, sin pensarlo mucho y pese a que la puerta ya estaba a punto de cerrarse, la detuvo y procedió a introducirse en el ascensor. Sin mediar palabra, paró el ascensor y me miró con lascivia. Las palabras no salían de mi boca. No podía, aquel hombre oscuro y misterioso lucía como un auténtico depredador y volvió a preguntarme:
- Mira niñata, te he hecho una pregunta y quiero respuestas. ¿Dónde está Doña Clotilde?
- Yo… ya le he dicho que ella ya no vive aquí… Hace un par de meses que se fue – le dije de forma difusa mientras mis piernas temblaban sin cesar y me apoyaba en la pared más lejana de su presencia.
- ¿Dónde está? –espetó de forma desagradable.
- ¡Y a usted qué le importa! –exclamé con indignación mientras el miedo se apoderaba de todo mi cuerpo.
Ante mi insolencia, aquel desgraciado se acercó a mí apresuradamente y agarró mi delgado cuello con su mano derecha. Pronto, comenzó a presionar mi cuello para dejarme sin aire.
- No te lo voy a repetir, niñata. ¿Dónde está la puta de Clotilde? Necesito que me proporcione a las chicas que me prometió –dijo escupiendo esas palabras con desprecio mientras recorría mi anatomía en un segundo- o… ¿no me digas que tú eres su nueva aportación?
Apenas pude articular palabra. Aquel desagradable hombre no solo parecía conocer a aquella viejecita sino que la acusaba de prostituta o, mejor, de madame de chicas.
- ¡Cómo se atreve! –exclamé incrédula.
- Zorra, dime ¿dónde está la puta de Clotilde? Me apetece que me haga una mamada. Las hace de lujo, ¿no lo sabías? –me informó con una sonrisa maquiavélica- ¡dímelo! O me la harás tú.
Aquella amenaza me dejó sin habla. Aquella mujer que se distinguía por su estilo y elegancia, a la par de su amabilidad y generosidad con todos, ¡era no solo una prostituta sino también una madame! Los segundos pasaban unos tras otros y de mi boca no salían las palabras que aquel hombre quería.
- ¡Contesta, zorra! – bramó enfurecido.
Acto seguido, la separó de la pared del ascensor, tomó mis larga cabellera bañada por un tono claro de castaño y se la enroscó en una mano obligándome a arrodillarme delante de él. Una vez postrada a sus pies, me separó las piernas con sus pies y se abrió la bragueta de su pantalón, del cual salió un pene increíblemente erecto. Luego, comenzó a pegarme con aquel cacho de carne en mis finas y delgadas mejillas para acabar intentando que le abriera mi boca.
- ¡La puta de la anciana siempre me pagaba mis servicios con una mamada! Si no me dices dónde está, me la harás tú… -comentó divertido.
- ¡Suélteme, pervertido! ¡Miente! ¡Doña Clotilde no es ninguna madame ni mucho menos puta! –me revelé de forma airada intentando en vano librarme de su agarre.
- Veo que esa vieja zorra te ha educado bien. Siempre diciendo que nunca revelasen su identidad. ¡Ja! ¡Pero tú no te me escapas! ¡Abre la puta boca y haz tu trabajo! –exigió aquel hombre irritado por mi insubordinación.
Hastiado de la situación, me dio un tirón brusco del pelo produciéndome un gran dolor en mi cuero cabelludo. Inmediatamente, abrí mi boca por el grito que salió de mi garganta. Aún lo recuerdo nítidamente. Aquel depravado aprovechó ese instante para introducirme su polla en la boca y comenzar a follármela como un poseso. Tenía sus ojos tan rojos como el resto de su cara por la ira. Le estaba restregando mis dientes en su herramienta.
- Ya me has cansado mala puta… -dijo encabritado por mi rebeldía.
Fue así como comenzó el episodio más degradante de mi corta vida. Aquel desconocido, sujetándome el pelo, me dio una bofetada que resonó en el eco del ascensor. Pensaba que yo era una de las putas de Doña Clotilde y podía hacer conmigo lo que quisiera. ¡Maldito bastardo! Como resultado de la bofetada, mis dientes mordieron mis labios y estos comenzaron a sangrar paulatinamente. No quise hacerme de rogar y comencé a acercar mi boca hacia su glande. De repente, me paró y me dijo:
- ¡Saca la lengua, puta! Te voy a enseñar a que me hagas una buena mamada gratis –se burló de mí mientras yo, hundida y vejada, intentaba hacer un trabajo decente.
Tímidamente aproximé mi lengua a su glande y lo rodeé con ternura inaudita. Él jadeó sorprendido por mis dotes escondidas. Animada por su jadeo, proseguí lamiendo con relativa lentitud el tronco de su polla mientras él se deshacía en nuevos elogios e insultos. ¡Imbécil! Tan solo quería acabar ya. De una maldita vez. Mis movimientos por alrededor de su polla con mi lengua, las caricias en su base, lo embelesaron y consiguieron que el ascensor se llenara de gemidos y jadeos continuos. Pronto, comencé a introducir su pene erecto y, cada vez más venoso, en mi boca ardiente por el deseo de terminar con aquella pesadilla que, sin poder evitarlo, me humedecía. Su presión sobre mi pelo no cesaba. Quería marcar su ritmo, pero yo me resistía. Deseaba llevar yo el poco control que me quedaba: el de su deseo. Ese maldito violador se iba a correr, pero cuando yo quisiera y yo le dejara. Mi orgullo salió. Mis movimientos empezaron en un movimiento ascendentes para acabar metiéndome y sacándome aquella herramienta de mi boca a una velocidad vertiginosa mientras mi cabeza se movía lateralmente. Recorría toda su herramienta en todo su esplendor. Ciertamente, parecía toda una profesional.
Poco a poco, noté los espasmos en su cuerpo. Mi mano, fuera de mi control, inconscientemente, se dirigió a los huevos de aquel malnacido para aumentar su placer. Su ascenso hacia el inevitable orgasmo, tensaba cada uno de sus músculos. Yo disfrutaba demostrándole que, si bien él tenía la fuerza, yo tenía el poder. ¡Ja! Se correría ya. En aquel momento, me apliqué más en mi labor y… la explosión surgió de su pene inundando los recovecos de mi boca y en dirección a mi garganta. ¡Qué endiabladamente rico sabía aquel manjar! Hacía demasiado tiempo que no lo probaba. ¡Algo bueno tendría que tener!.
- ¡Ufff! Ha estado muy bien, puta. Le hablaré de ti a Doña Clotilde –dijo sonriente con la respiración aún agitada y recomponiendo su ropa.
Luego, soltó mi cabello maltratado. Pulsó un botón en el ascensor. Y cuando llegamos a la planta baja, donde todo había empezado, salió del ascensor resplandeciente. Yo seguía inmóvil y de rodillas en el ascensor. Salió del ascensor y tras de sí dejó caer un billete de 50 € a mis pies.
- ¡Buen trabajo, sí señor!- exclamó resplandeciente mientras se dirigía a la calle.



Escrito por Universitaria

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